lunes, 28 de abril de 2008

El rincón del Orate *3*

Hola a todos…ouch….perdonen…los esparadrapos son realmente incómodos, más cuando se adhieren contumazmente a los pelos del…da igual de donde, siempre hacen daño. Días atrás les comenté la idea de narrarles mis experiencias de infancia…y eso es lo que voy a hacer.
1957, (cualquier hora de la mañana)
Me encontraba bostezando delante del espejo intentando comprender por que mis orejas no eran las orejas normales de un niño de 5 años. La tarde anterior había discutido con uno de mis condiscípulos, al que sin querer le trepané el cráneo con una piedra granítica que apareció en mi mano sin darme yo cuenta. Me llamó engendro maléfico orejudo, lo de maléfico lo acepte estoicamente, (algo de razón no le faltaba), lo de engendro era más que probado, (no sé como pude ser concebido a la vista de mis progenitores), pero lo de orejudo…créanme que me llegó al alma…bueno…al alma no, más bien a la parte profunda de uno de mis dos estómagos. Así que le aticé repetidas veces hasta que oí un chop y unas gotas de sangre mezcladas con algo de pelo, salpicaron mis orejas…era cierto… mis orejas no eran normales. Toda la noche estuve intentando comprender por que me diferenciaba tanto del resto de mis congéneres y también del resto de mi familia, dicho esto último sin sentimentalismo. Estaba pues, como decía, observando mi reflejo en el azogue sin tener una respuesta plausible a la que aferrarme e intentando sin resultado alguno encontrar un aspecto positivo de mí, digamos…diferencia. Seis días con sus respectivas noches estuve delante del espejo rompiéndome el cacumen hasta que decidí romper el espejo y algunos huesos de mis compañeros de la escuela, por lo que me dirigí a ella con aire decidido y motivado…por fin un objetivo sensato después de tanto tiempo de disertaciones bizantinas. Me detuvieron cuando llevaba treinta y cinco tibias partidas, veintitrés húmeros rotos y catorce narices destabicadas, las fuerzas del orden público junto a los celadores entusiastas del manicomio cercano tardaron cincuenta y dos minutos en colocarme mi primera camisa de fuerza. Que días aquellos. Fueron mis primeros días en el frenopático de la ciudad, días que marcaron mi joven vida y que consiguieron despejar muchas de mis dudas existenciales. Recluido en la celda acolchada, nívea, insonorizada, húmeda y sobretodo sin espejos donde mirar, fui feliz por primera vez en mi corta vida…les dejo una fotografía de aquellos años, si no soy yo, era muy parecido…quizás con menos “charm”… tal vez…no estoy seguro.



1 comentario:

Unknown dijo...

Ay, qué recuerdos... esos días en que el hogar, la familia... lo era todo... gracias por compartir tu nostalgia, querido Eddie... saludos a mama Lily, a papa Hermann y sobre todo llámale la atención al abuelo... a ver si deja ya de pulular frenéticamente por la salita convertido en murciélago...